sábado, 26 de noviembre de 2016

Días de lluvia.

Y ahora mientras llueve no puedo evitar, a cada gota, recordar todos los besos que me diste bajo aquel paraguas gris que se acabó rompiendo. Las miradas cómplices, los saltos en los charcos y tus manos cubriendo las mías para aislarme del frío. Los chocolates calientes a las seis de la tarde y esa pequeña mancha en la comisura de tu labio que tanta gracia me hacía. El llegar tarde a todos los sitios porque cualquier excusa es buena para abrazarte, las fotos borrosas por tu pulso nervioso y las sonrisas sinceras en cada una de las que salían bien. La felicidad que transmitía tu ritmo acelerado y la prisa por que la tarde de lluvia no acabara nunca. Sin frenos, con calma, dejándonos llevar. La banda sonora de esos días de otoño eran los pitidos de los coches cuando nos arriesgábamos a cruzar en rojo, aunque nada me provocaba más adrenalina que deslizarme por tu cuerpo. Esa es mi parte favorita de los días de lluvia. 
Perderme en cada uno de los rincones de tu cuerpo, reconocer cada uno de tus vértices, unir los lunares de tu espalda formando una constelación visible sólo a puerta cerrada, sólo tuya, sólo nuestra, en la que sin estrellas fugaces pedía y se cumplían todos mis deseos. Tus manos resbalando por mis curvas, tus manos soportando mis miedos, agarrándome fuerte, llegando muy lejos. Allá donde nadie había llegado antes. Solo nosotros, a ninguna parte donde está todo. Donde estás tú. Donde estamos. Y cuando todo acaba, algo nuevo empieza. Es algo así como esa canción que repito una y otra vez porque me encanta. Como tú.  
Pero lo bonito es que la lluvia no estropeaba los días y que el sol no impedía que lloviera, porque todos los días de lluvia hacía sol contigo, y cuando brillaba el otro podía llover también. Que los días no eran malos por ser grises, que tampoco cambiaría la caída libre al precipicio de tu cuerpo. El temblor de tu voz. 
Aunque no, no te confundas, entre nosotros no sobra sol, pero tampoco falta lluvia. 

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