sábado, 12 de enero de 2019

¿Qué soy? ¿Dónde está la niña que un día fui?

Dónde habrá ido a parar esa niña pequeña que salía a la calle sonriente, feliz, con ganas de comerse el mundo; que se reía como si el mundo fuera a acabar mañana, que bailaba aun sin saber al ritmo de la música que ponían en casa, en el coche, en clase. Dónde habrá ido a parar esa niña que se miraba mil veces al espejo cuando estrenaba ropa nueva, que ponía caras raras a la cámara cuando iban a hacerle una foto, para luego sonreír de la manera más natural y bonita posible. Dónde habrá ido a parar esa niña que cada tarde bajaba a jugar al parque, no le importaba ni temía al hecho de conocer gente nueva, que hacía todo lo posible por tardar un rato más en ir a cenar. Dónde habrá ido a parar esa niña inocente, terremoto, que no paraba. Dónde. 

Me pregunto muchas veces dónde habrá ido a parar y qué será de ella porque a veces lo añoro. De vez en cuando me paro a pensar y no sé ubicar con exactitud cuál fue el punto de inflexión en el que mi curva comenzó a decrecer. Las ganas, la fuerza, la vitalidad. Todo se quedó en esa niña que ya hoy doy por perdida. Aunque no todo, pero sí en su mayoría. Todavía quedan en mí rescoldos de la ilusión por soplar las velas con los ojos cerrados para que al abrirlos estuviera ahí lo que yo denomino como mi panorama vital, todo ese grupo de personas que guardan en sí momentos de mi vida y de mí y que el día que me falten seguiremos compartiendo algo: tiempo vivido. Porque al final es bonito aunque aterrador mirar a tu alrededor y ver sombras de tiempos pasados, de tiempos no sé si mejores, pero que fueron felices. Admiras caminos de huellas que se cortaron de golpe y estelas de astros que te sobrevuelan una y otra vez como sobreprotegiéndote. Hay llamas, hay viento y hay sol. Hay todo un paisaje de vida en el que se encuentra escondida la niña que fui. Esa niña que ha quedado atrapada en muchos cuerpos y en mí, en lugares visitados, en canciones escuchadas y en películas vistas en tardes de lluvia. 
Al final somos, en cierta manera, parte de lo que fuimos, parte de lo que hoy vemos, y parte de lo que seremos. Soy esa canción de cuna que me susurraba mi abuela cuando no podía dormir, la risa de mi abuelo al yo decir alguna palabra inventada cuando empecé hablar, las caricias de mi madre, los abrazos de mi padre, mis maestros y maestras del colegio, mis exámenes, los aprobados y los suspendidos. Soy el recuerdo de esa primera vez que me fijé en alguien sintiendo atracción, ese cosquilleo en el estómago instantes antes de ese beso que tanto ansiaba, soy la ilusión de esa espera por ver a la persona que hace tanto tiempo quería ver. Soy también mi malestar actual, mi búsqueda de esa niña que anda parcialmente perdida, mi estrés por los exámenes, mis amistades actuales, mi abuelo recordándome lo orgulloso que está de mí y mi abuela superando miedos. Soy la actitud emprendedora de tantísima gente que me rodea, el espíritu de superación de los que no tienen las cosas fáciles, el ladrido de ese perro al que acaricio cada mañana y ese gato que a la hora de cenar siempre maúlla en mi ventana. Soy, también, mis aspiraciones de futuro, mis ganas de superarme y de mirarme y poder decir que lo he logrado. Soy el esfuerzo que tendré que hacer para llegar a ese trabajo, los retos a los que me enfrentaré con la experiencia de los que ya he pasado; los textos que escribiré con remitente pero sin mandar, las veces que lloraré y las sonrisas que a día de hoy me quedan por mostrar. 

Soy tiempo, al final. Soy pedazos de existencia con fecha de caducidad, que cuando yo no esté, en el recuerdo del panorama vital quedará. La niña que fui es bonita. Es, que no era, porque va a volver. Volverá.