Creo que nunca
encontraré nada que me guste más que sentirme así de libre estando atrapada.
Jamás pensé que a un rincón tan pequeño como es el de un abrazo lo iba a llamar
hogar. Días enteros pensando y planeando cómo recuperar algo que no había
perdido. Letras que compuse y nunca canté, cartas que escribí y nunca mandé,
momentos que pensé y, por cobarde, no viví.
Incluso la lluvia
parecía más seca desde que no estabas, contaba las horas desde que te fuiste
pero mi reloj no avanzaba. Me pintaba los labios pensando en que el rojo te
favorecería después de un beso. Me ponía esa ropa que tanto te gustaba
quitarme, ¿para qué, si no estabas? Repetía una y otra vez en mi cabeza tu voz
susurrándome un te quiero, incluso oía cosas que nunca me habías dicho.
“Quiéreme”, te decía, pero hablaba sola. Lanzaba gritos al vacío, al silencio,
al frío que dejó tu despedida. Los últimos pasos de tu dedo en mi espalda los
sentía como si te tuviera conmigo. Pocas veces unas manos tan frías habían
quemado tanto. Tu mirada triste al decirme adiós, ese adiós que no quise
escuchar, pero escuché.
Nunca cambiaré tu
regreso. La segunda vez que te conocí marcada por aquellos besos a las cinco
menos cinco en esa plaza repleta de gente donde solo estábamos tú y yo. Apenas
unos segundos bastaron para decirte que te quería. Y te quiero. Aquella fue
como la primera vez que conocí a alguien, y es que todo lo que había conocido
antes no era nada comparado contigo.