martes, 6 de marzo de 2018

Yo no vivo, improviso.

Me gustaría que mis pasos fueran a alguna parte o saber decir convencida que muchas veces el camino es más importante que el fin. Me gustaría darle sentido a mi ritmo, habilitar nuevos espacios que recorrer, inventar mi propio mapa de coordenadas o cantarle a algo que no sea al amor. Me gustaría toparme con mil especies nuevas de personas a lo largo de mi trayectoria, hacer balance y que salga ganando, perder algo más que el tiempo o llegar al menos a perder la vergüenza. También me gustaría saber por qué voy hacia dónde voy, encontrar el sentido a mis impulsos, a mi deseo irrefrenable de lanzarme al vacío sin paracaídas. Porque, no, ya he demostrado que no me va eso del riesgo, que soy una persona que se mueve entre la escala de grises y que su acción es tan homogénea como el café que desayuna cada mañana. Sí, soy de esas que siempre desayunan lo mismo. Por lo que también lo afirmo: soy de tradiciones. La pena es que pese a haber cientos de personas a mi alrededor me encuentro sola manteniéndolas. Me gustaría poner en cada intento fuerza, ganas, porque no es que no tenga, es que no sé cómo e igual ese es el problema: me he dedicado tanto tiempo a improvisar que cuando tengo que pensar en mí también improviso. Sí, sé seguir un camino, pero no buscar atajos. Claro que sé saltar al vacío, pero no me pidas volver a subir: no lo haré, hay más peligro ahí fuera que en esa especie de refugio que aislado me he ido haciendo. Y por supuesto que sé desayunar algo que no sea café, pero el tiempo pasa y aprender a hacer algo nuevo me hará llegar tarde a aquello que hago porque tengo que hacer y no porque quiera hacer. Porque querer, lo que es querer, quiero poco. Y con eso me basta. O no, no lo sé, yo no vivo, simplemente estoy improvisando y, ya os digo, para ello no es necesaria gran cosa.