martes, 19 de febrero de 2019

A veces me gustaría ser fuego.

A veces me gustaría ser fuego,
llama encendida que por destino se consume
sin dañar nada, solo porque es su misión.
Fuego en una vela, o algo así,
que desprenda ese algo que la gente recuerda,
que se acaba y dicen "joder, qué pena".

A veces me gustaría ser fuego,
quemar sin quemarme yo,
un fuego necesario de los que dicen cuando no está
"ojalá no se hubiera ido".
O simplemente me gustaría que siendo lo que fuera
alguien pensara en mí y dijera:
ojalá que se quedara,
ojalá que no se apague.
O quizá deseo que alguien me diga:
estoy dispuesto a quemarme contigo.

domingo, 10 de febrero de 2019

Peligro de suerte, prohibido volar.

Tengo más excusas que soluciones muchas más veces de las que me gustaría. Fronteras, muros que derribar. Monstruos a los que debí vencer y, contra todo pronóstico, en los que he terminado convirtiéndome. He tomado caminos insospechados y he descansado en filos de precipicio, me he acomodado en las rocas y he olido de cerca el suelo después de ver llover. He aprendido a rodar ladera abajo y a seguir andando aun desubicada, me he obligado a pintar corazones de tiza en la pared pese a que me mandaran al poco tiempo cubrir el muro entero. Probablemente he maltratado gran parte de mi existencia, he malempleado mucho más tiempo del que debía, y he maltratado una buena porción de mi recuerdo. Es posible que haya hecho surcos en mi memoria pretendiendo encajar piezas sinsentido que no pertenecían a mi historia, pero que pensé que quedarían bonitas. Mi paseo de la fama no tiene estrellas y las paredes son lisas, repletas de dibujos tachados con nombres borrados a base de tinta que expulsaba mi eco. Mi suelo se tambalea cuando atraigo bombas de otra guerra esperando a que el ruido pase, aunque el tiempo de mientras acabe haciendo mella. 

Soy experta en vuelo libre, en sobrevivir a profundos huecos en cuyos bordes ponía peligro de suerte, prohibido volar. Ilusa de mí, que me aventuraba esperando ver paisajes mientras se me tragaba la tierra cada vez un poco más, regalándome bocanadas de aire que, en ocasiones, me dejaban flotar. Solía imaginar historias mientras lo que pasaba por delante de mí era la mía propia y yo la dejaba escapar. Sin alas, ahí estaba, esperando a llegar a tierra yerma, creyendo que por arte de tiempo y nada de magia, iba a poder brotar. No se me ha dado nada mal hasta ahora, tampoco, navegar y obcecarme en el timón ignorando las vistas; creyendo encontrar el rumbo sin reparar en los puertos que dejaba atrás. He abierto la escotilla y he tirado por ahí algunas de las palabras que nunca dije por miedo a perder. Mi barco no tiene nombre, pero navega bien. O no, no lo sé. Quizá me esté hundiendo y siga tocando, como los músicos del Titanic. Al igual que ese monstruo, yo también me he partido en dos. Y en trozos diminutos complicados de unir. Soy un rompecabezas de cabeza rota, un cuento sin final, un tsunami que pese a su fuerza de arrase queda devastado por algún rincón de toda su composición. 

También he reído hasta que me ha faltado el aire, he intentado comerme el mundo por cualquiera de sus hemisferios y me he sentido viva cada vez que me quedaba sin aliento por placer. No todo son cielos grises ni muertes súbitas de recuerdo y sensaciones. No todo, pero sí un poco. Y eso, aunque me arrase, también soy yo.