Entiendo el amor como una
compleja sucesión de operaciones matemáticas y no porque no lo entienda y solo
me deje llevar, sino porque se basa en demostrar. No es cuestión
de calcular por calcular para llegar a algo, sino de dar los pasos correctos con el único
objetivo de no desear volver atrás. Por ejemplo, el amor es un poco suma: toma cada uno de
los caracteres y únelos. Vamos, hazlo. Suma ganas, suma ilusión y suma risas.
Muchas risas. También es, quizás, un algo de resta, porque dime tú de qué nos
servirá querer si no minimizamos los miedos, las anteposiciones, la
incertidumbre. O intenta explicarme, si eres capaz, de qué servirá el llenarnos
la boca con esas cuatro letras si cada uno de nosotros no se multiplica por dos
desafiando las normas para hacerse uno, o divide cada ápice de alma para
compartirlo a cambio de nada. Que yo me quiero integrar contigo, que quiero
exponerme y elevarte, quiero demostrarte e igualarnos. Quiero despejar tus
equis, quiero ser menos incógnita y quiero saber cuáles son exactamente tus diversas soluciones. Quiero poder identificarme con tus múltiplos y jamás con
tus divisores. Quiero que no te quiebres, pero quiero que nos fraccionemos de
forma voluntaria para, después de todo, ser un resultado común. Quiero que intentemos demostrar el concepto de infinito a base de canciones en la ducha, películas con manta por encima y besos porque sí, porque me apetece. Quiero que
reinventemos la ciencia y hacer nuestra propia lógica, ir más allá y establecer
nuestro propio idioma, que lo usemos para cada día ganarnos de nuevo. Inventar
deportes, dibujar constelaciones, ponerles nombre a las ideas y darles vida con
nuestras manos. Quiero hacer carreras en tu espalda o por cualquier lado del
que consideremos nuestro hogar. Donde sea, pero contigo. Quiero que tengamos la
historia más bonita que jamás se haya escrito y que, además, sea de nuestro
sueño y letra. Quiero verte subir, conquistar cimas y admirarte a ti y a tus formas,
porque al final, por más que quiera saberte, siempre serás mi asignatura
pendiente, y no porque me cuestes sino porque nunca quise dejar de aprenderte.
jueves, 13 de septiembre de 2018
jueves, 6 de septiembre de 2018
Querer, ¿es poder?
Entre cerveza y cerveza me
planteé qué estaba haciendo con mi vida como si yo, quien anda viviendo sin
planear su ruta, tuviera la respuesta. Hipótesis de futuro fue lo que rondó mi
cabeza una y otra vez, como si fuese vidente o algo por el estilo. Que si estudiar
para llegar a ser lo que quiero ser, que si ayudar para sentirme bien el día de
mañana, que si comer para no morir de hambre. En fin, hechos. Sin embargo,
nunca se me pasó por la cabeza el amar lo que hago. Me he dado cuenta de que me
muevo por influjos y empujones, por no me
queda otra, por pura resignación, pero nunca (o al menos prácticamente
nunca) por siento que es esto lo que quiero
hacer. En cambio, empleo (empleamos) muchos condicionales: me gustaría ir a
tal sitio, me encantaría hacer ese deporte, no me importaría visitar aquel
restaurante. Vamos, que somos putas condiciones con patas porque en la mayoría
de las ocasiones no nos atrevemos a hacer lo que queremos, sino que nos
resignamos a aprender a querer lo que hacemos. No hablo de lo típico de haz de tu afición tu trabajo para nunca
tener que trabajar porque, mira, eso yo no me lo creo. Todo aquello que
convertimos en rutina lo acabamos aborreciendo. Esto no es un estudio de la
Oxford University, ¿eh? Es un estudio de la University de mi casa. Así, con
prestigio. Lo que decía: no nos atrevemos a vivir intensamente. No nos
atrevemos a amar nuestra vida porque nos hemos acostumbrado a seguir los pasos
de otros, los que dimos ayer y los que por un motivo o por otro, tenemos
planeado dar. Esto en mi pueblo se llama rutina. Y vale ya.
Soy muy aficionada a la Filosofía
y cuando leo algo de un autor me quedo con la esencia (o lo que para mí es la
esencia, que suele corresponderse con lo que me aporta dicha lectura) y de leer
a Nietzsche, entre muchas cosas, me quedo con que tenemos miedo a vivir. Y es
así. La diosa Rutina, la que más adeptos tiene actualmente, se regodea
ahora mismo en el sillón de su sofá y en el de cada uno de nosotros (porque
esta diosa también está en todas las partes) riéndose de nuestra desgraciada monotonía.
Y nosotros aquí, poniendo peros y
creyéndonos afortunados por tener un trabajo que no nos termina de gustar, unas
costumbres que nos aburren pero que repetimos por el simple hecho de ser
costumbres, un incordio de compañero de trabajo al que tenemos que sonreír y un
sueldo que no compensa lo amargados que estamos cuando llegamos a casa, lo cual
nos impide disfrutar del único momento del día que podemos denominar como
nuestro. Qué bien, qué linda vida. Con todo esto no digo que nuestro día a día
tenga que ser dedicado a ver por dónde nos viene el aire en ese momento o a ser
unos kamikazes, simplemente no deberíamos tener miedo de vivir intensamente, al
menos nuestros ratos libres (que verdaderamente no son libres porque gran parte
de los mortales nos dedicamos a pensar qué es lo que vamos a hacer para comer
mañana, a qué hora tengo que ponerme el despertador y cuantísimas cosas tenemos
que terminar porque no nos va a dar tiempo). Nuestra existencia es una
concatenación de resignaciones, pero no me preguntéis cuál fue la primera
porque no lo sé, no tengo la Cátedra en Sufrimiento Humano. No voy a precipitarme
y/o aventurarme a decir que fue el auge del capitalismo o la religión, porque
posiblemente encuentre peros a todos, pero sí me atrevo a decir que el miedo es
el enlace de todas ellas. Miedo a no tener dónde ir, miedo a estar solo, miedo
a no tener un puto duro con el que salir adelante, miedo a no tener un trozo de
pan que llevarte a la boca, miedo morir, miedo a caer enfermo. Miedo. Miedo.
Miedo. Nada más. Al final van a cambiar las cosas y lo que nos va a hacer
humanos es el miedo y todo aquel que viva intensamente, que debería ser como
hay que vivir, será considerado raro. ¿Por qué? Por asumir el riesgo de hacer la
vida suya. Por eso yo admiro a los emprendedores, a los que asumen el riesgo de
jugarse lo que tienen por llevar a cabo algo que verdaderamente quieren. Por
eso admiro a los que vencen a las fobias, porque ponen remedio a ese mal que
hace tiempo deseaban quitarse. Por eso admiro a los que se muestran tal cual
son ignorando el qué dirán porque es como ellos sienten que son. Por eso admiro
a los valientes. Yo probablemente sea una cobarde que se oculta tras estas
líneas y por eso entre cerveza y cerveza no encontré respuesta al qué estoy haciendo con mi vida, no lo
sé. Sé que estudio lo que quiero y planeo seguir haciendo lo mismo más adelante
(planear, craso error), que hago el deporte que me gusta porque en su día quise
empezar a hacerlo, que superé algunos de mis miedos y a día de hoy ando
venciendo mi pánico a las alturas, que quiero a quien siento y no a quien
debería y que me muestro tal y como soy aunque de vez en cuando me asusta lo
que dicen (porque soy humana y tengo miedo de vez en cuando, qué le voy a
hacer). Sé que ahora mismo estoy aquí, escribiendo estas líneas que
probablemente no me lleven a ninguna parte, pero haciéndolo he pasado de me gustaría hacerlo a lo he hecho. Vivir intensamente no
implica tirarte con paracaídas de un avión todos los días de tu existencia, es
hacer lo que verdaderamente quieres hacer sin impedir que los demás vivan
intensamente también, porque todos deberíamos atrevernos a vivir, a salir de
esa Dialéctica del amo y el esclavo de la que hablaba Hegel, deberíamos querer
nuestro propio reconocimiento y no el de los demás. Deberíamos, condicional.
Quizá estamos haciendo de nuestro tiempo una condición y ahí está el problema.
No lo sé.
Otra cerveza, por favor.
Seguiremos informando.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)