miércoles, 6 de septiembre de 2017

El tiempo todo locura y también lo cura todo.


Y me enamoré. Quizá no el día que asumí que estaba completamente enamorada, pero lo hice. Yo no sé si fueron sus besos a traición o los abrazos por la espalda, pero consiguió lo que a escondidas andaba buscando. No me cabe la menor duda que en algo influyó el quedarme mirándole cuando dormía con la adrenalina por las nubes mientras buscaba que no se despertara y me viera ahí, con el moño prácticamente deshecho y esa camiseta suya que antes de que me desvistiera pasé a llamar pijama. También debió tener relación el haber hecho de su piel mi abrigo, de sus brazos mi hogar, de su voz música y de su silencio un respiro; el sonreír cuando se giraba porque yo me hacía la ofendida y lo gracioso que está cuando se enfada al perder en una de las batallas de nuestro círculo vicioso de bromas. 

Y es que, claro, ya lo dicen: el tiempo todo locura y también lo cura todo. Curó mis heridas y evitó rasguños, construyó mis alas antes de enseñarme él mismo a volar por si me atrevía a hacerlo a mi ritmo, aunque siempre he preferido admirar sus giros, cómo se eleva, cómo se pierde y se hace luz. Sanó, también, cada rincón rasgado, unió pedazos de lo que un día fui, desincrustó palabras que me silenciaron y dio voz a zonas mudas de lo que me compongo. Atendió cada necesidad que me surgía y suplió todas aquellas piezas que recopilé para permitir el funcionamiento de mis engranajes. Me miró y me sonrió con los ojos de una forma en la que nunca nadie lo había hecho. Y todo con esa curiosidad de explorador novato, porque, al fin y al cabo, el uno para el otro éramos algo nuevo, pues nunca ninguno había sincronizado antes a la perfección el ritmo de sus pasos. Nunca hasta ahora. Nunca hasta que, por arte del tiempo y nada de magia, aprendí el significado de eso que la gente llama amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario