Y me enamoré. Quizá no el día
que asumí que estaba completamente enamorada, pero lo hice. Yo no sé si
fueron sus besos a traición o los abrazos por la espalda, pero consiguió lo que
a escondidas andaba buscando. No me cabe la menor duda que en algo influyó el
quedarme mirándole cuando dormía con la adrenalina por las nubes mientras buscaba que no se
despertara y me viera ahí, con el moño prácticamente deshecho y esa camiseta
suya que antes de que me desvistiera pasé a llamar pijama. También debió tener
relación el haber hecho de su piel mi abrigo, de sus brazos mi hogar, de su voz
música y de su silencio un respiro; el sonreír cuando se giraba porque yo me
hacía la ofendida y lo gracioso que está cuando se enfada al perder en una de las batallas de nuestro
círculo vicioso de bromas.
Y es que, claro, ya lo dicen: el tiempo todo locura
y también lo cura todo. Curó mis heridas y evitó rasguños, construyó mis alas
antes de enseñarme él mismo a volar por si me atrevía a hacerlo a mi ritmo,
aunque siempre he preferido admirar sus giros, cómo se eleva, cómo se pierde y
se hace luz. Sanó, también, cada rincón rasgado, unió pedazos de lo que un día
fui, desincrustó palabras que me silenciaron y dio voz a zonas mudas de lo que
me compongo. Atendió cada necesidad que me surgía y suplió todas aquellas
piezas que recopilé para permitir el funcionamiento de mis engranajes. Me miró
y me sonrió con los ojos de una forma en la que nunca nadie lo había hecho. Y
todo con esa curiosidad de explorador novato, porque, al fin y al cabo, el uno
para el otro éramos algo nuevo, pues nunca ninguno había sincronizado antes a
la perfección el ritmo de sus pasos. Nunca hasta ahora. Nunca hasta que,
por arte del tiempo y nada de magia, aprendí el significado de eso que la gente llama amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario