martes, 3 de enero de 2017

Hasta los golpes de suerte le dolían.

Mírala, ella siempre con la cabeza agachada, sin saber qué decir ni a qué responder cuando le hablaban. La falta de costumbre de quererse le había obligado a querer a todo aquel que le dedicara parte de su tiempo, aunque fuera con el fin de abusar de su confianza. Temblaban sus piernas al caminar, su pulso combinaba con los pasos rápidos que daba para llegar a ninguna parte. Como las cajas de una mudanza, llevaba frágil escrito en la frente. Hasta los golpes de suerte le dolían. Pintaba una y otra vez mapas en papeles, constelaciones lejanas imaginando espaldas repletas de lunares. Cortaba sus alas una vez que parecía que todo había cambiado, pero el cambio era que ella en lugar de avanzar, retrocedía. La suerte no había marcado su vida. Su vida nunca había sido suya, de hecho ella tampoco era suya, se vendía al mejor postor. No importaba cómo fuera, sólo que la quisiera para algo, al menos sabría lo que era querer. Odiaba cada centímetro de su cuerpo, medía en defectos cada una de sus piernas, su altura le daba vértigo, el espejo le atemorizaba, nada era tan bello para ella como la nada. Nada había conocido antes, no se conocía a ella, no conocía lo que era suyo porque nunca nada fue suyo. Sus palabras, su vida, su mirada, su cariño, su respeto; todo lo había regalado a aquel que le prestara su tiempo. Y sí, prestar, porque siempre tenía que devolverlo.  
Pero todo cambió cuando vio de cerca al amor de su vida, esa persona que siempre iba a estar ahí. Y lo supo que tenía que estar, lo supo porque intuyó que nunca le dejaría de lado, nunca le haría sentir el más mínimo ápice de soledad. Nunca más iba a ver el fracaso como algo negativo sino como una lección, nunca iba a salir a comerse el mundo con el pie izquierdo, nunca sus propósitos iban a llevar como deseo otras personas, "nunca más" iba a ser su propósito favorito. Aprendería a querer como nunca antes quiso, porque nunca quiso y nunca creyó querer así. Ese día comenzó su vida, ese día comenzó a ser, ese día. El día en que conoció el amor sus ojos ya no eran mares de lágrimas, ya no. A partir de ahí, sabía lo que era querer: había aprendido a quererse.

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